Prólogo - Para no regresar JAMÁS




Para no regresar JAMÁS

Mi destino quedó sellado cuando tenía solo ocho años.
Esa misma niña era yo cuando tenía ocho años. Mi padre se había apartado unos instantes para saludar a uno de sus conocidos. Era una persona muy querida y respetada en nuestro pueblo, y había mucha gente que solía pasar y dirigirse a él con respeto, admiración y cercanía. Mientras se paraba a hablar, yo entré a la casa corriendo a través de la entrada de la cocina.
Mi madre se asomó desde el recibidor y me sonrió cuando pasé, preguntándome qué estaba haciendo, pero Leo, mi hermano, comenzó a llorar y ella regresó al salón para atenderlo. Entretanto, cogí una zanahoria, la más pequeña de las que había en la cesta, y salí corriendo al jardín para colocársela al muñeco que había creado. La hundí en el medio de su cara, con cuidado, y le puse dos guijarros negros que servirían de ojos antes de apartarme y admirar orgullosamente mi obra de arte.
 
—¡Es una maravilla! —Opinó mi padre a mi espalda, después de que sus conocidos se fueran—. Pero tendrás que ponerle un nombre, ¿no crees?
—¿Un nombre? —Pregunté.
—¿Qué te parece Silvestre? —Propuso con una enorme sonrisa—. Porque cuando se derrita, nacerán en su lugar un montón de flores silvestres.
 
En primavera, siempre crecían muchas flores silvestres en nuestro jardín, así que aquel muñeco se llamaría Silvestre, como las flores que algún día nacerían en su lugar.
Del suelo cogí tanta nieve como me cabía en las manos, y la comprimí hasta hacerla una bola de nieve. Él, al ver mis intenciones, la esquivó con un movimiento rápido, sin dudar siquiera, aunque la segunda pelota de nieve le acertó en el pecho. Él me lanzó algunas también, pero sin acertarme. Por un instante, me distraje con unas personas que se pararon frente a nuestra casa, por lo que la bola me dio en el brazo y mi padre se apresuró a mi lado para comprobar si me había pasado algo.
Mi respuesta no llegó en palabras, sino en la mirada que dejé clavada en aquellos extraños y en la forma en la que agarré su mano, aún con mis manoplas puestas. Se percató de inmediato del cambio en mi actitud y se dio la vuelta para comprobar qué ocurría.
Siete personas se erguían tras de sí, con la apariencia de seres fantásticos: todos ellos tenían una palidez absoluta y un cabello blanco y fino que parecía de cristal. Eran dos adultos, cuatro niños y un bebé, en los brazos de su madre.  Había algo en su presencia que me hizo sentir extraña y nerviosa: tenía pajaritos revoloteando por mi estómago, como en una especie de premonición.
El hombre adulto abrió la puerta del cercado, y se aproximó a mi padre con una sonrisa no muy amable en sus finos y rosados labios, y abrió los brazos, extendiéndolos hacia mi padre, quien me soltó la mano por un momento y recibió el abrazo mientras lo saludaba con efusividad.
 
—Te veo bien, Lewis —apreció con un par de palmadas en la espalda del recién llegado, en señal de amistad.
—Tú también lo pareces —respondió con una voz áspera, silbante y oscura, antes de apartarse un poco y mirarme a mí con sus ojos grises fríos como el hielo que no me inspiraron ninguna confianza—. Y tu pequeño angelito, Andrea, ¿no me vas a saludar?
 
Al oírle pronunciar mi nombre, sentí todo el frío del exterior penetrar en mi piel y clavarse en mí. Con miedo me aferré a la pierna del pantalón de mi padre y me escondí detrás de él. El resto de la familia también se estaba acercando.
 
—Perdónala. No ha dormido muy bien y está un poco huraña.
 
Aquella situación me estaba dejando la carne de gallina, por lo que corrí al interior de mi casa a encontrarme con mi madre y a abrazarla. Enseguida notó que algo no iba bien.
 
—¿Qué pasa, Andrea? —Inquirió preocupada poniéndose de cuclillas a mi altura—. ¿Te has hecho daño? ¡Mira que le dije a tu padre que tuvierais cuidado!
 
Pero antes de que ella o yo pudiéramos añadir nada más, mi padre entró acompañado del hombre y de la mujer que llevaba al bebé en brazos. Mi madre al verlos perdió por completo el color, y se levantó lentamente, sin dejar de mirarlos.
 
—¿Lewis? ¿Katherine...?
 
Mi padre asintió con la cabeza una sola vez, y mi madre me acarició la mejilla, sin agacharse siquiera, y me dijo, intentando parecer más tranquila de lo que en realidad me transmitió:
 
—¿Por qué no sales a jugar afuera, Andrea, cielo? Lewis y Katherine han venido a ver a tu padre.
 
Definitivamente, había algo que querían ocultarme. Aún incómoda con la presencia de aquellos desconocidos allí, obedecí sin rechistar, pero al verme de pronto en el exterior delante de los otros cuatro, me sentí insegura y me escabullí hacia la parte trasera de la casita.
Me arrodillé en el suelo y esperé agobiada, demasiado preocupada por lo que estarían hablando en el salón de mi casa. Algo dentro de mí me decía que su visita no significaba nada bueno.
Cuando vi a través del vallado cómo se iba la misteriosa familia, me quedé petrificada. El padre, Lewis, me miró una vez más con su gélida mirada, para helarme la sangre una última vez antes de girarse y referirse a su esposa. Su blancura se evanesció entre la lejanía y la nieve.
Angustiada, corrí hacia la entrada principal de la casa, pero estaba cerrada. Al ver que no podía entrar por allí, accedí a través de la puerta de la cocina y me precipité hacia el salón, resbalando y cayéndome en el recibidor. Gracias a eso, me detuve a tiempo para escuchar la acalorada discusión que estaba teniendo lugar detrás de aquella puerta.
 
 
—¡No! ¡Me parece la peor idiotez que has hecho en tu vida! ¿Es que acaso no has pensado en tu hija?— Voceaba mi madre enfadada.— ¡¿Vas a dejarlo todo por lo que te pidan los Liarflam?!
—¡Ni siquiera han tenido que pedirlo, Cris! No puedo negar mi ayuda... ya sabes  que él es quien manda sobre todo lo que ocurre en Revon.
—¡Pero no es solo tu ayuda! ¡Alecs, no puedes poner en jaque tu vida así! ¡Y no pienso permitir que le hagas eso a Andrea!
 
Me incorporé hasta quedar de rodillas en el suelo al sentirme muy incómoda estampada de aquel modo contra el suelo, pero estaba demasiado impactada para levantarme. Permanecí allí, a la escucha..
 
—Mi amor —susurró mi padre—. Andrea estará bien. Es nuestra hija, pero es muy fuerte y valiente. Sé que esto conlleva un enorme peligro, pero todos la protegeremos lo mejor que podamos.
—¡No me vengas con esas! —Sollozó mi madre en respuesta—. ¡Yo seré quien proteja a mi hija! ¡Incluso de ti si es necesario!
—Lo sé. Sé que cuidarás de ella,  de Alis y de Leo. Sé que no será fácil, pero confío en ti, Cris. Pero no tienes que hacerlo sola... Has oído a Katherine: ellos se encargarán de que nunca os falte nada.
 
Hubo un silencio, incómodo y desesperante. Me puse de pie y apoyé mi oreja contra la puerta cerrada del salón, para intentar escuchar algo. Lo que oí al principio fue un ruido fuerte, de algo pesado que se arrastraba por el suelo y, después, la primera que habló fue mi madre.
 
—Alecs, por favor, sé sincero... ¿Contra qué nos estamos enfrentando?
—Contra el peor demonio de todos —fue la inesperada respuesta de mi padre.
 
En aquel momento, un pálpito me inundó el pecho y retrocedí aterrorizada. Tenía que ser mentira, ¿por qué mi padre iba a enfrentarse contra el peor demonio de todos? Llevé mis manos a mi pecho, aterrada, antes de acurrucarme contra la puerta de la cocina en aquel estrecho pasillo. Mis padres seguían discutiendo pero el miedo ya no me permitía escuchar.
Y de pronto mi padre abrió la puerta, y me vio sentada en el suelo con lágrimas fluyendo a través de mis mejillas. Detrás de él cerró la puerta y se puso de rodillas a mi lado, mirándome durante varios segundos.
 
—Ratoncilla, ¿has estado escuchando a escondidas? — dedujo en voz baja.
 
Asentí con la cabeza, pero él me acarició la mejilla y esbozó una cálida sonrisa para infundirme confianza y lograr que dejase de llorar, aunque no de preocuparme. Sus ojos, verdes como las hojas de los árboles, siempre tenían ese efecto: era una mirada tan franca y amigable que solo con mirarlos relajaban.
 
—Jamás dejaría que te pasase nada —me aseguró sin borrar la sonrisa de su rostro.
—¿Qué te va a pasar ahí fuera?— pregunté con inocencia.
 
Él no respondió de inmediato, pero agachó la cabeza y se pasó la mano derecha por la cara antes de echarse para atrás la media melena con la misma y soltándola para que los mechones dorados volvieran a caerle en la cara.
 
—No lo sé —admitió—. Sabes que si lo supiera serías la primera en saberlo. Tendré que irme y, a partir de ahí ya no sé nada más. Pero antes de que me vaya te daré algo. Espérame aquí.
 
Me puse de pie al ver que mi padre se apartaba de mí, pero no me salió la voz para pedirle que no se fuera. Él era un aventurero: no sabía quedarse esperando milagros, tal vez por esa predisposición para ayudar a todo el mundo se había vuelto alguien tan amado.
Y regresó sosteniendo en sus manos algún tipo de reliquia. Era como un reloj de arena pero con agua cristalina en su interior, remachado en el exterior con bordes y filigranas de oro y varias piedras preciosas incrustadas en las mismas. Tenía runas grabadas en la base y en la parte superior, pero no era capaz de saber qué decían.
 
—¿Qué es eso? —Pregunté con curiosidad.
—Esto es una clepsidra. Es un objeto muy especial que guarda un gran secreto.
—¿Qué secreto? ¡Cuéntame!
—Bueno, ¿qué tal si los descubres por ti misma? —Contestó al posarla en mis manos—. Llegó a mí tras una aventura que cambió mi vida y es hora de que, por fin, pase por tus manos.
 
Se me iluminó la mirada con curiosidad hacia aquel reloj de agua.
 
—Gracias, papá. Es muy bonita.
 
Me abrazó con la clepsidra aún en mis manos, pero asegurándose de no hacerme daño. La calidez de sus brazos me animó a pensar que volvería pronto ya que él era una persona buena, y a las personas buenas nunca les pasa nada malo en los cuentos y en las historias.
 
—Volveré lo antes posible. Cuida de tu madre y de tus hermanos en mi ausencia ¿me lo prometes?
—¡Sí!
—Sé valiente— susurró en mi oído—. Tu corazón y tu fuerza de voluntad te guiarán hasta en la noche más oscura.
 
¿Cuánto tiempo puede llevar una despedida? La nuestra duró todo el día, demasiado poco tiempo. Con ella, iba a dejar atrás a su familia para lograr algo que yo ni siquiera sabía que era tan importante como para llevarse a un padre tan lejos de sus hijos.
Al atardecer, miré desde el ventanuco de mi habitación cómo alguien nuevo esperaba en nuestro jardín. Eran dos jóvenes: una mujer pelirroja y un hombre moreno y alto. Solo necesité mirarlos para saber que ellos habían ido a buscar a mi padre, por lo que bajé corriendo y curioseé desde la puerta de la cocina, antes de oír a mi padre anunciar por la casa que habían llegado a buscarlo.
No eran como Lewis. Todo lo contrario: parecían emanar luz. Sonreían, y hablaban alegremente, de forma confiable...
Mi madre me encontró y me puso la mano sobre el hombro, la miré, su sonrisa era triste.
 
—Andrea, ¿no quieres despedirte de tu padre?
 
Mi respuesta fue correr hacia el salón para dar con él. Se estaba asomando a la cuna de mi hermana Alis sosteniendo a Leo en brazos, así que simplemente me acerqué y le abracé.
 
—Papá, quiero ir contigo —murmuré.
 
Él se acuclilló, aun manteniendo a Leonardo en sus brazos. Mi hermano pequeño me miró y pestañeó varias veces. Él su viva imagen: con su mismo pelo rubio, con sus ojos enormes y curiosos, con su constante alegría.
—Andrea, Leo, si alguna vez hay algo que queráis proteger, tenéis que tener tres cosas.
—¿Cuáles?—Pregunté mientras mi hermano miraba hacia el suelo.
—Tenéis que tener integridad, valentía y, lo más importante de todo, esperanza.
Mis ojos se inundaron por las lágrimas, pero tenía que ser íntegra y valiente, porque quería protegerlo. Mi esperanza era que volviera a casa.
Tras dejar a mi hermano en brazos de mi madre, la besó y se apresuró al recibidor. De allí salió, mi madre y yo le seguimos solo hasta la puerta, y aunque quería ir de aventuras a su lado, tenía que proteger a mamá...
Sus compañeros le saludaron con alegría, y también nos saludaron a nosotros con las manos. Yo estaba inmóvil, viendo cómo se iban, y cogí la mano temblorosa de mi madre. Miré hacia ella y vi que estaba llorando. Y comprendí que mi madre no tenía esperanza.
Las flores que nacieron en primavera en el lugar en el que Silvestre había permanecido durante todo el invierno fueron arrancadas al poco de nacer. En aquella estación, pasaron a adornar la tumba de mi padre. Él se había ido...
...Para no regresar jamás.

Aquel día era de invierno, una mañana que amanecía cubriendo con un manto de nieve blanca las casas y árboles del pueblo de Revon, donde yo vivía. Jamás podría olvidar la enorme nevada que había caído la noche anterior, porque siempre me había encantado la nieve. En el terreno cercado de una casa al norte, la más cercana al bosque, una niña jugaba con su padre mientras la madre y sus dos hermanos pequeños estaban dentro de la casa.